Sin duda, un fenómeno con el que todo ser vivo se enfrenta desde el momento en que llega a este mundo es el tiempo. En él, la Humanidad ha encontrado un enigma que le ha despertado esa capacidad de asombro que la caracteriza, asombro que posibilita las reflexiones más variadas y profundas con las que busca dar respuesta a sus preguntas. A lo largo de su historia, aquí y allá la Humanidad ha hecho uso de distintas herramientas para representar el tiempo y ha empleado sus propias representaciones para usarlo en su favor. Así, éste lo podemos encontrar personificado en religiones de civilizaciones tan lejanas, como la antigua Grecia. A la vez, instrumentos de medición del tiempo han acompañado al Hombre desde, por lo menos, hace 6,000 años. Como sucede con las religiones, la construcción de calendarios tiene su origen en la aguda observación de la naturaleza: los movimientos del sol y de la luna, pero también en la llegada de las lluvias, la transformación de las plantas o la aparición de ciertas especies animales.

La pitaya un elemento fundamental que, además de alimentar a las criaturas que lo habitan, ha sido utilizado por los pueblos originarios como unidad de medida para determinar el tiempo transcurrido en dicha región. El pitayo dulce del Desierto de Sonora, uno de los organismos más emblemáticos y complejos de la zona, es, también, de los más nobles. El uso que los pobladores de esta región han dado a esta planta, desde la antigüedad hasta la actualidad, no se reduce a la alimentación, pues la aparición de sus deliciosos frutos marca, también, el fin del ciclo anual, la llegada de las lluvias y la regeneración de la naturaleza.
Los misioneros europeos ya habían reconocido que con la temporada de pitaya llegaba la alegría a los primeros pobladores de esta tierra. La lluvia y sus frutos eran recibidos con fiestas y rituales que demostraban el profundo respeto que se les tenía, respeto que nacía de un conocimiento, igualmente profundo, sobre la importancia de estos elementos para la vida de los pueblos. Desafortunadamente, hoy en día las cosas han cambiado. El hombre moderno ha desarrollado prácticas que terminan por perjudicar la relación armoniosa con el Desierto, al grado de amenazar con desaparecer a sus símbolos más emblemáticos. Así ha sucedido con actividades como la ganadería, la minería, la agricultura y la pesca.
Sin embargo, entre las enseñanzas que el mismo Desierto nos da se encuentra la de mostrarnos que la naturaleza sabe abrirse camino. Parte de este ecosistema son sus mismos pobladores, esos que lo han habitado por generaciones y que han aprendido de él a lo largo del tiempo. Su conocimiento, manifestado en sus formas de interactuar con el Desierto, se nos deja ver año con año, cuando la tradición de la recolección de la pitaya vuelve, borrando así la distancia entre el presente y el pasado.
Tal parece que la pitaya no sólo permite medir el tiempo, sino también viajar en él, reunirse, aunque sea por un momento, con el hombre antiguo, quien vuelve a la región con el fruto mismo.